martes, 21 de octubre de 2014

La fábrica de palabras


La fábrica de palabras
Carlos de la Guardia
Cuando me contaron que existe una fábrica de palabras, pensé que me estaban tomando el pelo. Sin embargo, al revisar la sección amarilla el otro día, me llevé una grata sorpresa; ahí estaba anunciada la dichosa fábrica. ¡y con marquito rojo que resaltaba! De inmediato dejé lo que estaba haciendo y me dirigí a la fábrica. En el camino hice un par de llamadas a unos colegas escritores y ellos a su vez llamaron a unos amigos (un creador de crucigramas y un fabricante de diccionarios). Minutos después, los cinco nos encontramos frente a la puerta del lugar y pedimos una visita guiada. Para nuestra increíble fortuna, ésta fue dirigida nada menos que por el benemérito profesor Arnulfo Cervantes, ex prefecto de la Real Academia de la Lengua Española y descendiente indirecto del creador de Don Quijote (hijo del primo segundo del hermano de la hija de uno de sus descendientes directos). El profesor nos llevó de inmediato al departamento de distribución de palabras y sus derivados.
—Este es el lugar adonde la gente viene a adquirir palabras nuevas. La caja principal es aquella, a la derecha. Todas las operaciones normales se realizan ahí. Vendemos millones de palabras al día y también tenemos todo tipo de accesorios, como acentos, diéresis y otros signos de puntuación.
—¡Y cuánto cuesta cada palabra? –pregunto un escritor, llevándose la mano al bolsillo.
—Los precios varían con el tipo de palabra y su longitud. Después hablaremos de eso.
—¡Nunca les han robado? –se me ocurrió preguntar.
—Contamos con un sistema de seguridad excelente, aunque sí nos han robado alguna vez. El caso más famoso es el de un tipo que nos robó la palabra palabra. Anduvo por todas partes apalabrando bodas y convenios y estafando a la gente que pedía su palabra. Varias veces hizo uso de la palabra en mítines y reuniones. El muy canalla hasta llegó a insinuarles a varias mujeres que quería tener unas palabras con ellas. Palabra que ya nos había cansado. Finalmente lo atrapó la policía y fue arrestado, pero actualmente anda suelto en libertad bajo palabra.
Quedamos maravillados ante esta interesante anécdota, pero las sorpresas apenas comenzaban. El profesor Cervantes señaló una fila mucho más pequeña que las otras y prosiguió:
—Ahí sólo vendemos pocas palabras. Es la fila de los buenos entendedores.
—entiendo –dijo uno de los escritores y señalo hacia una pequeña y oscura oficina- ¡Qué me dice de ese lugar?
—Es nuestro departamento legal.
—¡Para qué quiere una fábrica de palabras un departamento legal? -pregunto uno de nosotros.
—Ahí se atienden las demandas de robo o mal uso de las palabras. Hay quienes acusan a otros de haberles quitado las palabras de la boca o de haber utilizado contra ellos alguna palabra soez. Incluso hay quien acusa a la fábrica de vender palabras tontas o vanas.
Nos encaminamos entonces a la siguiente puerta, sobre la cual se leía en letras grandes “Hospital de Palabrología”.
—Veo que les sorprende que tengamos un hospital, pero es de lo más necesario. Aquí tenemos médicos especialistas que se ocupan de tratar a la gente que se tragó sus propias palabras, lo que es muy usual hoy en día. Además, de cuando en cuando hay que atender a quienes las palabras se les quedan en la punta de la lengua. Esto es de lo más molesto y hay que atenderlo en seguida, no sea que los pacientes se nos queden sin palabras. También se dan casos de personas a las que se les mueren las palabras entes de salir de su boca. A ellas hay que atenderlas antes que a nadie, porque simplemente no es posible andar por ahí con la boca llena de palabras muertas.
—Bien –siguió el profesor-, entremos ahora a los talleres de la fabrica.
Finalmente llegamos a la fábrica en sí. El ruido era tan fuerte que tuvieron que proporcionarnos orejeras. 
La conversación subsiguiente se efectuó con muchos problemas, porque no oíamos nada.
—Nuestra planta se divide en varias secciones. Esta es la de procesamiento de elementos. Aquí separamos los ingredientes de las palabras y los ponemos a punto para su preparación. La fórmula que utilizamos es más secreta que la de la Coca-Cola y sólo la conoce un puñado de personas.
—¡Qué clase de palabras fabrican aquí? –pregunté.
—de todo tipo. Allá, por ejemplo, se fabrican palabras de bienvenida y, más allá. Las de despedida. Tenemos palabras de amor, de odio, de perdón, de tristeza…, en fin.
—Y dígame –dijo el creador de crucigramas en un tono de morbosa curiosidad-. ¡cuál es la palabra más larga que fabrican en esta planta?
—Lo siento, pero esa es información clasificada. Solo puedo decirle que tiene 72 letras y acento en la decimoquinta “e”. es la tercera más larga en toda América Latina.
Pasamos entonces a la sección de diseño, en donde había varios cubículos. El profesor continuó.
—Aquí se diseñan las palabras de moda. Contamos con los mejores diseñadores del mundo. El mismísimo Palabrini trabajará con nosotros este invierno para sacar en otoño su famosa colección primavera-verano. Creo que la “u” va a estar de moda esta temporada y se comenta que quizá el punto de la “i” se lleve de lado. Además, parece que bajarán los palitos de la “t”.
La revelación de estos secretos de la moda nos dejo a todos sin palabras, pero el profesor Cervantes, que no podía tolerar que alguien se quedará sin palabras, nos cedió la palabra de nuevo. Entonces vi a dos tipos que soplaban por unos tubitos.
—¡qué tanto soplan esos dos hombres? –pregunté.
—¡No lo adivina usted? –preguntó Cervantes juguetonamente-.
Están haciendo palabras de aliento.
—Después señalo a un grupo de obreros que están tumbados en el suelo, con una expresión entre feliz y soñadora-. Aquellos hombres fabrican palabras reconfortantes.
—Y ese cuarto, ¡por qué está vacío? –pregunto uno de los escritores.
—Oh, ya no lo utilizamos. Guardábamos palabras así, pero se las llevo el viento.
En eso nos encontramos frente a frente con un jinete sobre un caballo blanco. El hombre llevaba puesta una reluciente armadura de metal y nos saludó con la mano antes de partir al galope.
—P-pero, ¡quién era ese? –alcanzó a balbucir el fabricante de diccionarios.
—Es nuestro diseñador de palabras de caballero, por supuesto –dijo el profesor, como si nada.
Llegamos entonces hasta una puerta triple de metal, resguardada por cuatro soldados armados hasta los dientes. Las puertas se abrieron lentamente y se nos indicó que avanzáramos, no sin antes marcarnos las muñecas con una especie de tinta invisible que no pude ver muy bien.
—Esta es el área de investigación. Aquí realizamos todo tipo de experimentos con palabras.
Nos acercamos a un cuarto donde varios científicos estudiaban minuciosamente el comportamiento de algunos hombres y mujeres.
—Son palabrólogos –dijo el profesor-. Estudian a las personas que dicen las cosas sin palabras, para tratar de aprender algo de ellos. –Luego señaló a un par de palabrólogos que habían acorralado en un rincón a un pobre muchacho y le gritaban a voz en cuello un montón de cosas impublicables-. Ese joven es el que dijo que “las piedras vanas jamás me lastimarán”. Nuestros especialistas buscan palabras que puedan herirlo, pero hasta ahora no han conseguido nada.
Después llegamos a un gimnasio, donde varios jóvenes atletas se entrenaban afanosamente.
—Están entrenando –explico el profesor-, para correr el trecho que hay del dicho al hecho, que, como ustedes saben, es muy largo. Creo que lo van a lograr, pero no serán los primeros.
En esto se escuchó un terrible grito y, en cuestión de segundos, un pelotón de soldados entró al cuarto de donde provino el ruido. Se escucharon ráfagas de metralleta y más gritos. Luego los soldados sacaron cargando a un hombre ensangrentado que aullaba de dolor. Apenas iban a administrarle los primeros auxilios, cuando el pobre diablo expiró. Nos quedamos petrificados.
—¡Maldición! –dijo el profesor–, es el quinto en este mes. Lo lamento, caballeros, y les pido mil disculpas. Ahí estudiamos las palabras que matan, pero aún no hemos podido controlarlas…
así, teniendo cuidado de no acercarnos a la puerta de las palabras asesinas, llegamos al último laboratorio. En él estaban varios científicos mirando unas trasparencias proyectadas en la pared.
—Estos palabrólogos estudian imágenes. Habrán oído decir que una imagen vale más que mil palabras. Pues bien, estos hombres han determinado la cantidad exacta, y el resultado les sorprenderá: una imagen no vale más que ochocientas treinta y cuatro palabras. Claro que eso sólo es un resultado preliminar de la investigación. El objetivo principal es crear palabras que valgan por mil, de modo que puedan expresar más que una imagen. Esperamos muy buenos resultados de este quipo, porque la mayoría de sus miembros son de los que explican una cosa en dos palabras.
—Bien, caballeros, con esto concluimos la visita a la fábrica de palabras. ¿Alguna pregunta?
Levanté la mano rápidamente y el profesor me indicó que hablará, pero yo me limité a decir adiós y me fui inmediatamente. En realidad, lo único que quería era decir la última palabra.